24 de febrero de 1963, 12:30 h.
La lluvia había vuelto resbaladiza la cuerda,
sobre todo el último tramo, la cuerda de nylon. Me lo dijeron por el teléfono.
Pero ya estaba abajo. Mis pies tocaron las
piedras de la cúspide del cono de derrubios y mi cuerpo, pendiente hasta
ese momento de la tensa cuerda, dejó de moverse cuando yo no quería, bamboleante, cada vez que el
contrapeso desestabilizaba la pértiga horizontal.
Primero fue la comunicación: "-¡He
llegado!". Oí gritos de júbilo por el teléfono, y enseguida un lejano eco,
apagado, amortecido pero bien reconocible, que me llegaba por encima de mi
cabeza, rebotando entre los anillos salientes de la tráquea de la sima.
Quise hacer un primer reconocimiento, pero la
cuerda, el arnés, la silla, todo me impedía moverme con soltura. Al dar dos
pasos me di cuenta de que, desde arriba, alguien aún se resistía a soltarme del
todo. Yo era aún su responsabilidad.
Dije que aflojaran y empecé a desanudar
cabos. Me liberé en un par de minutos, pero una sensación de frío en la espalda
me dijo de pronto que me quedaría desatendido sin la cuerda. Durante diecisiete
minutos, ella me había hermanado con el equipo de superficie que me sostenía
ávidamente con sus manos.
Ahora dependía de mis pies, torpes tras la
larga presión de las ataduras y con la necesidad de buscar por mí mismo mi
propia verticalidad. Los fragmentos de piedra del cono rodaban bajo mis suelas
y parecían querer hacerme rodar a mí, hacia las sombras de la periferia de mi nuevo mundo aún
desconocido.
Di una vuelta, despacio, por el perímetro del
fondo. No parecía que hubiese continuación. Volví al pie de la línea de
descenso. Até todos los elementos sueltos al asiento. Por el teléfono di una
somera descripción de lo que había visto y les dije que podían tirar de la
cuerda: “-Espero aquí”.
Era una simpleza. Claro que tenía que esperar
allí. Pero lo dije porque sentía que me quedaba solo, desnudo sin la cuerda,
sin el cable del teléfono, sin ningún nexo con mi mundo y con mi gente de fuera.
Solo con los chasquidos de las gotas que caían de las paredes, o de arriba, de
la lluvia que no cesaba, y que parecían embalarse en aquel pozo descomunal que
ahora, más que nunca, me parecía un inmenso cañón acelerador de partículas,
agresivo.
Escondí mi cuerpo vulnerable en la zona más
baja, donde solamente llegaba la luz verde, tenue, separándome de la columna más
blanca bajo la cual, cualquier caída de una minúscula piedra hubiera sido de
consecuencia irremediable.
Y allí esperé, encogido pero satisfecho, la
llegada de José Ignacio, el segundo visitante del fondo de la Sima de Cabra.
Fue entre las 12:30 y las 14:10 h.
A las 15:05 llegó Alfredo, el tercero del
“equipo de punta”.
A las 18:30 los tres estábamos fuera. Esa fue
la hora de la alegría de todos, nosotros, el equipo de superficie y la gente
del cortijo de la Sima.
Se hizo con sus manos.
Burgos, enero de 2014. Pere Plana Panyart.
Tecleado a petición de Pablo Luque Valle y publicado en su libro "La Sima de Cabra" (Septiembre de 2015), página 268.
Autores de las fotos (24/02/1963):
- Superficie: Mariano Olivar González.
- Fondo: Pere Plana Panyart